A principios de los setenta, los policías corruptos abundaban en las calles de Nueva York. La guerra de Vietnam hacía estragos en Oriente y en Estados Unidos. Miles de soldados americanos volvían a casa muertos o adictos a la heroína, que compartían con jóvenes deseosos de experimentar cosas nuevas y que se enganchaban a la droga.
Con la ayuda de las fuerzas del orden, la mafia funcionaba con casi total impunidad en este mercado libre de competencia. Unos cuantos hombres blancos privilegiados e intocables pagaban cientos de millones de dólares a jueces, abogados y policías de Nueva York para que nadie abriera la boca y esa provechosa relación se mantuviera.
Nadie se atrevía con los tentáculos de la Cosa Nostra. Hasta que apareció un hombre de negocios negro llamado Frank Lucas (Denzel Washington). Nadie se fijaba en Frank, el callado ayudante de Bumpy Johnson, uno de los principales jefes de la mafia negra posterior a la guerra de Vietnam.
Frank Lucas aprovechó el hueco abierto en la estructura de poder por la repentina muerte de su jefe para construir su propio imperio y crear su versión del “éxito americano”.
Richie Roberts (Russell Crowe) es un policía honesto, acostumbrado a la calle, que no tarda en darse cuenta de que el control del hampa está cambiando de manos. Cree que alguien está emergiendo por encima de las conocidas familias mafiosas y empieza a sospechar que un traficante negro ha salido de la nada para apoderarse de la situación.
Tanto Lucas como Roberts se basan en un código ético muy riguroso que les diferencia del resto de sus coetáneos. Son dos figuras solitarias en lados opuestos.